Negocios, Personal, Reflexión | 27 de mayo de 2015

Lo que aprendí observando a una desconocida en el metro

Eran aproximadamente las 10 de la mañana de un día jueves. Iba de camino a reunirme con un amigo, para conversar sobre un proyecto que venimos ideando hace un tiempo. Estaba de pié, en el primer vagón del metro, leyendo un libro.

Cuando el tren se detuvo en la cuarta estación, entre toda la gente que abordó, había una mujer que pasaba completamente desapercibida. No le presté atención al principio, pero después de unos minutos, al levantar la mirada para reflexionar sobre algo que acababa de leer, su rostro captó por completo mi atención.

No había nada particularmente llamativo en ella. Era una mujer común y corriente, de unos 35 ~40 años aproximadamente, con cabello regularmente corto. Usaba una vestimenta casual, lentes oscuros y una mochila que posaba entre sus pies. Nada de eso llamó mi atención, sino el hecho de que estuviera llorando.

Los lentes oscuros ocultaban su tristeza, pero desde mi perspectiva la podía ver de perfil, y la expresión de su rostro y sus lágrimas eran muy notorias.

No era un llanto escandaloso, sino más bien uno contenido. De esos que tratas de evitar, pero no se puede y, tarde o temprano, acaban saliendo aunque no lo quieras.

Quise acercarme y preguntarle qué le pasaba, si había algo en lo que la pudiera ayudar, si le gustaría que le consiguiera un asiento para que pudiera estar más tranquila. Cualquier cosa. Sentí muchas ganas de hablarle y ofrecer mi ayuda.

Pero no lo hice.

Mientras sentía ese impulso de querer acercarme, había otra parte de mí batallando en el sentido contrario, encontrando mil y una razones por las cuales no debería hacerlo.

  • A ti no te gusta que te molesten cuando estás triste ¿Para qué le vas a hablar?
  • Tal vez se avergüence o se sienta ofendida si le hablas. No te conoce.
  • ¿Quién te crees para andar por allí tratando de ayudar a la gente? ¿Un súper héroe acaso?
  • ¿Y si le hablo y se enoja conmigo? Quizás hasta me dé una cachetada.
  • Tal vez piense que soy un delincuente, un depravado o un psicópata y se ponga a gritar.

Esas ideas, y cientos de otras, pasaban por mi cabeza, una tras otra. Tanto así, que el metro avanzó cerca de cinco estaciones y, de pronto, sin que yo lo notara, la mujer había bajado del metro.

Perdí mi chance de hablarle y ofrecer mi apoyo.

Nunca sabré qué habría pasado si efectivamente lo hubiera hecho. Nunca sabré si realmente hubiera sido una ayuda, o si habría sido más bien un estorbo. Nunca sabré si lo que le afectaba era algo con lo que me pudiera identificar. Lo único que sé es que mi propia inseguridad me impidió acercarme y hablarle.

Quizás el saber que una persona, de entre las cincuenta y tantas que iban en el vagón, se interesó y le ofreció una palabra de apoyo, la habría hecho sentir mejor. Pero eso no pasó.

Me sentí mal, muy culpable.

Estoy seguro de que tú te has sentido de la misma forma en algún momento de tu carrera. ¿No me crees? Déjame ponerlo de otra forma.

Piensa en esa empresa o esa marca con la que siempre has querido trabajar, aquella que te hace pensar “Uff, si pudiera trabajar con ellos sería genial”. ¿Por qué aún no los has contactado?

Piensa también en ese proyecto que tienes en mente, ese que crees que te puede volver millonario si lo llevas a cabo. ¿Por qué aún no lo comienzas?

También puedes pensar en el empleo de tus sueños, en la empresa que siempre has admirado. Tal vez sueñas con trabajar haciendo ilustraciones para Pixar, o diseñando productos en Apple, o desarrollando código para Google. ¿Por qué aún no contactas a la empresa y ofreces tu talento?

En cualquier caso, lo peor que puede pasar es que te digan que no.

Pero todos tenemos en nuestra cabeza una fábrica de ideas que nos detienen de tomar la iniciativa e ir a conseguir lo que queremos, incluso, aunque sepamos conscientemente que tenemos lo necesario para lograrlo.

Yo también he estado en esa situación. Por ejemplo, he dudado de mandar ese mail a un cliente, por miedo a que me respondiera de mala manera. No he enviado algunos presupuestos por miedo a que el cliente se asustara con los precios y, en otras ocasiones, por miedo a que pensaran que yo no tengo lo necesario para abordar el proyecto.

Lo que ocurrió en el metro me ha hecho reflexionar sobre todas las veces que esos miedos nos impiden hacer lo que queremos y nos hacen quedar con la sensación de culpa por no haberlo hecho.

No se trata de actuar sin pensar, en absoluto. Eso sería estúpido. En cambio, se trata de hacer lo necesario cuando sepamos que es lo correcto, aunque el miedo nos haga temblar por completo.

La próxima vez que vea a una persona afligida, me acercaré y ofreceré mi ayuda. Si reacciona mal, simplemente haré frente a la situación.

Lo mismo haré en el aspecto profesional. Dejaré de aplazar esa conversación conflictiva, ese correo incómodo o ese proyecto pausado, si lo único que me detiene es el miedo.

¿Y tú? ¿Estás dispuesto a comprometerte y superar tus miedos?

Un abrazo,
@FranciscoAMK